Notas sobre políticas públicas (VIII): 75 años de interés general y algunas lecciones de integridad

Nuestra sociedad suele hacer unos funerales intensos, grandes discursos, reconocimientos de calado,… pero se olvida de los vivos con demasiada frecuencia (alguna lápida debería recoger el epitafio «haber venido más cuando estaba vivo»). Por ello, esta entrada debería servir para felicitar un cumpleaños y también para escribir más sobre derecho e integridad de lo que llevo hecho en estos casi dos años.

Interés general es un opuesto claro (quien quiera que ponga matices) a interés particular. Cuando durante toda tu vida, aunque existan zonas grises o inclusos oscuras, haces del interés general tu fin, tu objetivo de vida, lo más probable es que sea una enfermedad o lo consideren como tal. Yo lo he tenido en casa, durante mis casi 40 años y sus recientes 75 (de mi madre dejo el homenaje para cuando llegue a los 100, que llegará)

Por poner en contexto, si cuando tienes 11 años te vas al seminario y vuelves a casa dos días por navidad durante 6 años, es posible que pierdas cierto «apego» a la familia. Si al cambiar la dirección prevista y volver a tu pueblo las opciones son azadón/sacho o maleta para Alemania, a elegir libremente, pero tú creas una tercera vía para terminar siendo inspector de policía, la determinación se te puede suponer.

Si antes de los 30 años familiarmente te has llevado los palos más duros que puede alguien recibir (y alguno más que vendría), hay muchas opciones de asumirlo y todas muy respetables. Pero pocas personas deciden que su vida se dirija a mejorar la vida de los demás. Eso, es interés general.

Los ejemplos son muchos pero se resumen en dos palabras: diez años. Cuando me preguntan cuánto tiempo estuvo mi padre en el club de fútbol, en el Tecor societario (antes coto de caza), en la Comunidad de Montes, en «la política»,… siempre respondo 10 años. Simplemente porque no soy capaz de recordarlo exactamente, porque sólo durmiendo 4 horas al día o menos se pueden hacer tantas cosas durante tanto tiempo.

Pero el sueño no es la única renuncia. El dinero es otra renuncia obligada. Por integridad. Porque el interés general no casa con aceptar regalos cuando trabajas en la frontera, con mirar para el otro lado. Porque los regalos o los aciertos (y los errores) se pagan con el dinero propio, no con el público.

Fue policía sin condecoraciones (porque no las mereció seguramente, aunque las solicitó para quien juzgó que las merecía), jubilado con 56 años como muchos otros. Por acuerdo de dos gobiernos seguidos y distintos. No disparó nunca. No dudó casi nunca. En años de exceso drogas y terrorismo, pocas veces se le pudo ver contento con su trabajo. Pagó de su bolsillo los arreglos del coche de policía cuando no «llegaba» el dinero del gobierno. Fue subordinado y jefe, nombre por el que lo conocí desde pequeño. Con respeto. Casi todos sus compañeros han muerto ya.

La falsa amistad es otra renuncia. El respeto impostado. Porque cuando tus ideas te borran de la foto (la ignorancia junto con la política interesada es una fisión incontenible), cuando sólo comulgando con todo se puede mantener el saludo, no compensa. La vehemencia en muchos casos incluso te podrá llevar a no contentarte sólo con tener la razón, sino a exigir que te la den (porque hay zonas grises y oscuras). No lo justifico.

Cuando no pagas con el dinero de la Comunidad de Montes las orquestas más caras del verano, no encontrarás el aplauso. Si el dinero sirve para adquirir la mejor finca donde construir una residencia para las personas mayores del pueblo, tampoco habrá aplausos. Menos reconocimiento habrá si no te avisan, o cuando lo hacen para la foto te encuentran trabajando con los animales. Porque el rural, si se vive, se hace con intensidad. Como todo.

Y ahora con 75 años dedicados al interés general, en el próximo cuarto de siglo mientras la vida se alargue, con la misma intensidad su trabajo será el de cuidador. De sus nietos y nietas, de su esposa. De su sociedad, que buena falta nos hará.

Por eso no encontraré su nombre en ninguna calle, ni en las personas propuestas cada año para medallas,… Porque casi siempre (que no siempre porque hay «casos y casos»), el reconocimiento a las personas extraordinarias parte de hechos extraordinarios, de un valor incalculable. Pocos reconocimientos extraordinarios se le tributan a la gente ordinaria, a la gente que cada día hace lo mejor que sabe para lograr una sociedad más justa.

Por eso escribo públicamente. Para avisar a navegantes. Para que sepan que no se aceptan regalos, porque como dice mi hija «nosotros no robamos». Escribo para mostrar la posibilidad real que me inculcaron de una sociedad más justa como un objetivo a conseguir, sin esperar a que venga sola, con mucho esfuerzo y con muchas renuncias. ¿Para qué? Para que algún día mis nietos y nietas, o al menos mis amigos y amigas, me miren con cariño. Con cariño sí, pero también con cierto respeto y admiración por el esfuerzo. Para que mi epitafio no sea «haberme querido o respetado mientras estaba vivo».


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